Había una vez una nube que se llamaba Faurourou. Esta nube estaba sola y para pasar el tiempo decidió recorrer el mundo.

En su viaje descubrió lugares muy diferentes los unos de los otros. En cada lugar que visitaba cambiaba a fuerza de viajar.

Si atravesaba la montaña, se volvía tempestuosa. Si bajaba al valle, se volvía más ligera y vaporosa. Si se acercaba al sol se volvía dorada. Y cuando caía la noche, se congelaba.

Sin saberlo, Faurourou no estaba realmente sola en su viaje. Yo estaba ahí también, su hijo, desde el principio.

Todas las emociones que pudo vivir la nube yo las viví también y gracias a esas emociones yo crecí cada vez más y más.

Un buen día, la nube sintió que algo se movía y yo nací. Faurourou comprendió que yo era su hijo y decidió llamarme Ro’o. Yo crecí sobre esa nube y cuando fui suficientemente grande, Ta’aroa mandó a buscarme.

Me convertí en el mensajero de Tane, el hijo de Atea.